Latidos

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Gervasio Sánchez

domingo, 3 de marzo de 2013

secretos de alcoba

Jamás me he emborrachado. Creo que me pusieron algo en la bebida. Alguna substancia relajante, sin duda, porque el tiempo transcurrió sin que me diera cuenta. Sólo recuerdo que cuando miré el reloj eran ya las cuatro y media de la madrugada.

Entraba a trabajar a las seis. Tenía turno de fin de semana y no me daba tiempo de pasar por casa para recoger el uniforme. Suerte tuve de ser tan previsora. En la taquilla de los vestuarios guardaba uno de recambio para las emergencias, así que ni me lo pensé. Me tiré a la calle como si estuviera poseída por algún demonio y me adentré en la primera boca de metro que encontré.

Ni siquiera conocía el barrio donde me hallaba, pero tenía una ligera idea de por dónde había venido la tarde anterior para celebrar el cumpleaños de Jazmine y las indicaciones que ella misma me había dado para llegar a la fiesta.

Cogí el metro, después el autobús y finalmente el tren que me dejaba a cinco minutos de la residencia de ancianos. Al llegar fuí directa al lavabo, me miré al espejo y me lavé la cara con agua fría. Parecía un fantasma.

Alfredo se pasó toda la mañana mirándome desconcertado hasta que al final me preguntó qué me pasaba.

- Te conozco, estás rara y muy seria.
- ¿Seria? No, no me pasa nada. Sólo que tengo mucho sueño. Esta noche no he dormido.

Le conté por encima el incidente, antes de entrar a la habitación de Rosa. La mujer no se quería levantar.

- Vamos, tienes que vestirte y desayunar, o tu amigo José se preocupará si no te ve.
- No, no. Ni hablar. Hoy no tengo ganas de nada.

Y ya no sé explicar qué más pasó. Tal vez, que me senté a su lado, intentando convencerla de algo en lo que yo misma no creía...
 
Cuando me desperté, me dio la impresión de que lo hacía en mi casa. Pero no. Rosa miraba al techo con una media sonrisa y yo estaba acurracada junto a ella. Me había quedado dormida en su cama.






Llevaba tres años trabajando en el mismo centro y lo primero que pensé fue que me iban a poner de patitas en la calle. No fue así.

La viejecita me dejó bien claro que después de que Alfredo cerrara la puerta, nadie más había entrado a la habitación. Y eso que mi siesta fue de dos horas bien hermosas. Dijo que le había dado pena despertarme y que hacía demasiados años que no compartía su cama con nadie, que por eso me había dejado dormir plácidamente...

Cuando por fin me recompuse, me confesó entre risas que mis ronquidos le habían abierto el apetito y que quería que la ayudara a levantarse.

Desde entonces, Rosa y yo tenemos una complicidad muy especial. Además, ya no tengo que insistirle para que se levante por las mañanas. Lo hace sola, aunque siempre me espera para que la ayude a peinarse y a ponerse requeteguapa antes de su leche con Cola Cao.