Debería
existir un interruptor en mi lóbulo izquierdo, imperceptible para el
mundo, un mecanismo cuyo funcionamiento tan solo conociera yo. El
chisme tendría un “on” de los simples y vendría instalado sin
más instrucciones que mi voluntad, un “dale y ya” que me
permitiría encender la magia que habita en cada una de mis células.
Haría tantas cosas...
Por
ejemplo, te confesaría una de mis debilidades, te diría al oído
que los camareros me fascinan, además de complicarme la vida por
sistema y que, al menos los menores de cuarenta, deberían estar
prohibidos. No porque la edad suponga ningún impedimento para
destrozarnos la boca de mutuo acuerdo, sino porque, después de eso,
tu sonrisa perdería todo su encanto y sería yo la que me cagaría
de miedo. Y por ahí sí que no paso.
Si
diera con ese interruptor, haría desaparecer todas las voces de
alarma. Es más, creo que las tuyas me las comería sin siquiera
descongelarlas. Y cuando se me helara el alma y me convirtiera en una
estatua de blancas cabelleras, la magia de mi cuerpo provocaría una
hoguera en medio de mi vientre para calentar todo lo que no hemos
podido escribir juntos.
¿Qué
quieres que le haga si estoy enamorada de tu pelo? ¿Si tus manos me atrapan y componen canciones para mí por las noches? ¿Si tus ojos
se alegran tanto y siempre de verme? ¿Qué puedo hacer si el día en
que escuché tu voz pronunciando mi nombre, se me instaló un volcán
en la garganta y no hago ya más que zamparme tus besos en la luna,
porque aquí donde existes no puedo respirar y me atraganto?
Quiero
ese interruptor en mi lóbulo izquierdo, para apagarte ahora que
duele tu sordera y esta obsesión de niña que me arrincona a versos
cuando pretendo hablar de cualquier tontería y me sales acústico
por detrás de la barra.
Antes
de que me digas que estoy loca de atar, antes de que te vayas con el
susto a otra parte, déjame que te cuente que hace muy poco tiempo,
yo fui tan joven como tú. Y aún no se me ha pasado.
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