Estaba sentada en el suelo, recogida en un matojo de amor
propio, rodeando sus rodillas con los brazos. Llevaba puesta una sola zapatilla
y pensé que, tal vez, tendría llagas en el pie, de tanto caminar.
Era una noche muy fría. La Cruz Roja había activado un dispositivo especial para ayudar a las personas más desprotegidas. El aviso de alerta bombardeaba las televisiones informando de los riesgos y recomendando conductas preventivas. Siempre me ha impresionado cómo sube el índice de audiencia tras los espacios informativos, cuando los hombres y mujeres del tiempo predicen el futuro del cielo. El interés que estos adivinadores de la meteorología suscitan en los individuos del siglo XXI es un tema para reflexionar. Otro día me explayo.
El caso es que aconsejaban
extremar precauciones con los calentadores eléctricos y daban pautas de cómo actuar con responsabilidad, por ejemplo, para ahorrar energía.
Mientras tanto, ella no tenía ni una sola manta que echarse encima para cubrir su total desamparo.
Mientras tanto, ella no tenía ni una sola manta que echarse encima para cubrir su total desamparo.
Durante el trayecto hacia
casa, contabilicé hasta cuatro cuerpos más; humanos anónimos y estáticos que también pasaban la noche en la calle. Unos se estiraban sobre cartones en los entrantes de algunas tiendas, al resguardo mínimo
del aire gélido y del contacto directo con el suelo. Otros dormían encerrados a cal y canto -o eso parecía- en los cajeros
automáticos que disponían de cerrojo interior.
La gran avenida pasaba de ser un enjambre comercial y ruidoso lleno de coches y gentes durante el día, a una desértica postal gótica habitada por sombras que, como la mía, sólo estaban de paso durante la noche, en la cota más baja y oscura del invierno.
La gran avenida pasaba de ser un enjambre comercial y ruidoso lleno de coches y gentes durante el día, a una desértica postal gótica habitada por sombras que, como la mía, sólo estaban de paso durante la noche, en la cota más baja y oscura del invierno.
Al amanecer, como
todos los lunes, me levanté para comprar el billete semanal de ida y vuelta al
país de mis sueños. En la ventanilla no había apenas cola, así que dispuse de tiempo suficiente para salir de la estación y echar un último cigarro antes de pasar el
control de acceso a las vías e iniciar el ya habitual periodo de abstinencia de
nicotina.
Cuando entré nuevamente al recinto, me encontré frente a frente con unos grandes ojos azules, un pelo rubio y áspero cortado a lo chico y un amplio arco iris de lamparones bien acomodados en un jersey blanco crudo que identifiqué por instinto. Inmediatamente después, siguiendo la desconfianza que sólo la mente genera en nosotros cuando las ráfagas de la intuición se dignan a visitarnos, volví la vista a su calzado en busca de una confirmación oficialmente científica. Y claro que las encontré. Sus bambas de charol, de un blanco extrañamente reluciente caminaban tan deprisa como ella.
Me dieron ganas de pararme
y de pararla, de explicarle que tan sólo unas horas antes había desechado la tentación de entrometerme
en su mundo, de prestarle mi chaqueta de piel de borrego y tal vez de ocupar su
lugar en el rincón más despiadado del capitalismo.
Pero mi tren salía en diez
minutos y decidí seguir mis propios pasos sin profundizar demasiado en las casualidades de la vida.
A las semanas de que todo esto sucediera, me di cuenta de que las manchas de su ropa se montaron conmigo en un vagón preferente y se vinieron a esta otra parte del destino.
Aquí están calentitas. Y no se van.
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