Latidos

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Gervasio Sánchez

lunes, 23 de abril de 2012

la dictadura del opio pelotero

No es victimismo ni odio. Es hastío, aburrimiento e indignación ante la unanimidad planetaria que vincula la derecha con la izquierda, los diferentes números de mundo, las clases, las edades y hasta el género (bobo). 

Nada tiene que ver con el deporte. Nada. Ni con la pasión de vivir, ni con las buenas prácticas, ni con la pedagogía que pretende inculcar una serie de valores para hacer de nuestro mundo un lugar mejor.

El futbol es simplemente la dictadura anal del “reality” cutre a gran escala, la única droga legalizada y protegida por todos los gobiernos, la religión mayoritaria del capitalismo, la manera más perfecta de proyectar el machismo dominante, encubierto y a la vez exhibido sin complejos. 

Dicen que es un juego. A mí, particularmente, no me gusta. Ni me aporta nada más que la misma náusea que me provocan las corbatas de los grandes magnates. Y en cuanto a formas, es la menos inteligente que conozco para llenar páginas y páginas de tedioso manoseo periodístico (por llamarlo de alguna manera), elevado a la mínima potencia de la originalidad, con titulares ajados que no podrían ser siquiera leídos, si no fuera gracias al más puro analfabetismo moral que abduce a las masas convirtiéndolas en una indivisible unidad eréctil, paradójicamente caracterizada por una globalizada disfuncionalidad cerebral, emocional y lo peor de todo; muy contagiosa.

No es que me fascine soportar miradas de rechazo, disgusto o desconfianza. A mi edad, las consecuencias de la disidencia, las tengo mucho más abajo del cuello del útero. Pero lo que sí me molesta tremendamente, es que no me sea posible intervenir en esas conversaciones de ascensor que ocupan el 90 por ciento del tiempo que duran esos benditos trayectos verticales. Cuando el tema meteorológico se agota y el silencio se convierte en algo incómodo, el peloteo planetario se autoproclama recurso único para poder sobrevivir a un espacio tan asfixiante como los recortes decretados por los asesinos de guante blanco que nos gobiernan. Y ahí, en ese instante aterrador, sí me veo perdida. Porque me viene a la cabeza la dichosa escena de película clásica en la que dos personas, en mi imagen proyectada sin ninguna atracción sexual entre ambas, se quedan atrapadas en el aparatoso columpio para adultos.

No tengo la pretensión de parecer diferente, ni siquiera de utilizar la provocación para atraer la atención de tanto hooligan suelto y sin tratamiento que anda correteando, cual  psicópata  “happy flower” por las gradas o, lo que es más atroz; por las calles de cualquier ciudad, pueblo, barriada o grupo parlamentario. Me libraría muy mucho de jugarme así la vida por una causa tan patética. No. No se trata de eso.

Se trata de la indecencia de las sumas de dinero que genera la mafia de los once en la hierba, unas cantidades ingentes que van directamente a las arcas de las arcadas que dan las cuentas bancarias privadas de los que nada constructivo hacen con su dinero más allá de multiplicarlo como hacen los conejos por sus cojones (conejos y cojones son dos palabras que tienen las mismas letras -será publicidad encubierta de ese abecedario castizo y creyente que lo hace sin condón porque así lo quiere el santísimo padre de los simios-). Se trata, decía, de no hacer apología de la inopia, de la incultura, de un sistema que nos está matando desde el principio de los tiempos y que prolifera a través de la historia basándose en el predominio del más fuerte, -que en la mayoría de los casos coincide con el más imbécil-. Un circuito cerrado, atado y bien atado, que sostiene el fundamento de su existencia en la puta competitividad, en la superioridad de los vencedores, en la inferioridad de los vencidos y en la más amarga de las tópicas certezas; la de utilizar la evasión de los desgraciados como mecanismo de manipulación política. Un cimiento sustentado en la vergüenza que me daría amparar con mi silencio, si lo hiciera, la apología de la pobreza que podría resolverse tan sólo con un chute de dignidad o si se prefiere, con una mínima dosis de sentido común –otro bien en extinción-.

Se trata de nosotras y nosotros, al fin y al cabo, como todo lo que nos afecta. De que tengamos los mismos derechos y oportunidades, tanto si nos gusta como si no nos gusta el futbol. 

Se trata de que a quien no le interese, o incluso a quien le moleste el pito de ese dios retrógrado y pesado –que como todos los dioses del imperio es también chico y no chica-, tenga alguna posibilidad –y digo alguna- de llevar una vida normal sin tener que autoexcluirse del rebaño porque no quiere hablar u oír hablar de lo mismo; de sus pelotas o de sus grandísimas madres, que seguro que lo son.

El futbol genera violencia, aparte de otros muchos sentimientos nocivos para cualquier individuo sano o incluso para cualquier relación sentimental exenta de patologías conyugales. Que no lo digo yo, que lo dicen los expertos. Genera agresividad, frustración, obsesión, fanatismo (lo de la disfunción eréctil, si no lo he apuntado ya, lo he pensado en algún momento), confrontación, envidia y Alzheimer existencial, crítico y afectivo. Y me dejo una enciclopedia enterita. Aunque teniendo una televisión delante, para qué recordar esas cosas. Para qué tener certezas tan dolorosas como la de sabernos solos, pobres como ratas o cornudos como cabras desde que nuestra pareja dejó de interesarnos o de interesarse por lo que en realidad somos. Para qué preocuparse. Para qué pensar tanto…

Y así termino el partidazo de corazón que me acabo de marcar sin intención, ya lo habréis notado, de hacer amigos. Lo acabo. Y lo hago perdiendo, una vez más, la esperanza de poder cambiar algo para bien, pero con un “viva la crisis y viva el futbol” que me sale de las tripas, como ese pan nuestro de cada día que nos rellena de mierda el espíritu y que agranda nuestros hígados esclavizados cual pavos de granja.

Mis vítores están, con todos mis respetos y el beneplácito de la afición, dedicados al regocijo de los dictadores del opio pelotero que nos mantienen apoltronados en un sofá preferente de plazas fijas e hipotecadas hasta las trancas. Ojalá nos lo embarguen también, junto al ínfimo resquicio de voluntad que nos queda. Por lo menos nos obligarán a recordar cómo es eso de volver a caminar a dos patas.